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¿Por qué no intentas establecer INFANCIA MISIONERA y prender así la lucecita que te corresponde ? (Tomado del P.C.A)

viernes, 2 de noviembre de 2012

La tradición en la evangelización de las culturas

http://multimedios.org/docs/d001081/

I. La tradición en la evangelización de las culturas

A. La tradición como transmisión vital del Evangelio

Cuando hablamos de tradición en el contexto de la evangelización de las culturas, no nos referimos sólo a un hecho humano de herencia moral o de cohesión social. La tradición depende más bien de una fe, que procede de una revelación hecha en un momento dado de la historia. Para profundizar en esta noción, me parece oportuno releer la obra que Yves Congar dedicó a este tema en pleno Concilio Vaticano II1. Se trata de una obra que nos hace revivir el espíritu renovador del Concilio, con una descripción de la tradición que quedó después reflejada en la Constitución Dei Verbum sobre la divina revelación. Esta profundización teológica es necesaria para poder comprender de dónde nace la evangelización de las culturas, y cuáles han de ser sus características de acuerdo con la misión de la Iglesia como sacramento universal de salvación para el género humano.

1. La tradición como transmisión

La Iglesia no es sólo un sistema de organización, sino una vida; y la tradición se puede considerar como la vida misma de la Iglesia en la comunión de fe y de culto, como el clima propicio en el cual se conserva el sentido católico. La tradición se enmarca en el conjunto de la comunicación del misterio divino a los hombres, una comunicación que se realiza en términos humanos y en una historia de hombres. Es, en suma, la comunicación de una vitalidad y de una energía divinas para producir en el hombre una comunión personal y colectiva con Dios, una relación religiosa de alianza.
El Plan de Dios tiene por tanto estructura de misión y de tradición. El cristianismo es una herencia o transmisión, lo cual no impide la inmediatez de la presencia espiritual y activa de Dios en la Iglesia. Esta relación de donación de Dios y de recepción por parte del hombre no es individualista, porque lo que se transmite agrega a una comunión. La fe es un principio corporativo en el cual se comulga. Y hay un acto por el cual esta comunicación se realiza de manera decisiva: el Bautismo. La fe de la Iglesia que el catecú-meno debe profesar es esencialmente la fe transmitida, comunicada y recibida, tal y como se manifiesta especialmente en el rito de la traditio y de la redditio symboli.

2. La tradición como historia y evolución

El hecho de que la fe se transmita podría inducir a pensar en una recepción pasiva y mecánica. Nada más lejos de la realidad. La revelación es invitación a una relación interpersonal que se recibe de forma activa. La Virgen María, que acoge la Palabra en su corazón y se deja fecundar por ella, es el ejemplo perfecto del fiel. La tradición es un auténtico matrimonio espiritual, el intercambio de un don, la participación en un banquete de mutua incorporación.
El ambiente vital en el que la fe se recibe y se vive es la Iglesia en su realidad concreta e histórica. La fe del cristiano está penetrada de la realidad de la Iglesia como su atmósfera vital. La Iglesia no es ajena a la historia, ese atributo esencial del espíritu humano. La historicidad supone estar en el tiempo y trascenderlo. Pero la Iglesia, perteneciendo al orden del misterio, tiene, en cuanto tal, su duración propia: es lo que llamamos la historia sagrada.
La historia sagrada es a la vez divina y humana. Tiene un carácter humano, porque la historia humana es el campo de ejercicio de la libertad en respuesta a las llamadas e iniciativas de Dios. Pero el tiempo de la historia sagrada tiene carácter divino, carácter divino que se manifiesta ante todo en el momento constitutivo de la revelación. Son las intervenciones divinas las que van constituyendo progresivamente la alianza, la cual llega a su culmen en Jesucristo y en su Misterio Pascual. El conjunto de estas iniciativas tomadas por Dios constituye el Evangelio en sentido amplio, que permanece en la historia como un verdadero dinamismo operante. Es entonces cuando comienza un segundo tiempo de la historia sagrada: el momento de la transmisión o tiempo de la Iglesia. En él ya no hay nuevas aportaciones constitutivas a la revelación; sin embargo, todo es nuevo a cada instante que entra en juego la libertad de un hombre movido por la gracia de Dios.
Este tiempo de la Iglesia tiene una naturaleza sacramental, manifiesta en una triple presencia divina: la de los actos salvíficos, puestos de una vez para siempre, con su virtud realmente operante; la del término escatológico al que todo apunta; y la unión con Dios actualmente realizada en el presente. Es lo que puede llamarse la naturaleza sacramental del tiempo de la Iglesia. Y esta índole sacramental responde a una presencia divina particular en la historia, que crea una comunión en la duración de los siglos, realizada por la presencia y acción del misterio salvífico.
Esto es precisamente lo propio del Espíritu Santo. Al Verbo, que revela al Padre, se le atribuye la tradición como transmisión de un depósito constituido de una vez para siempre, trascendente al tiempo. En cambio, el Espíritu Santo es como el alma de la alianza, dando el movimiento interno de la vida e interiorizando en los hombres la vida eterna transmitida por Cristo. La tradición no es la simple permanencia de una doctrina, sino una renovación y fecundidad permanentes, en la cual el Espíritu Santo es principio de vida y de unidad. La revelación se cerró, pero el Espíritu Santo hace vivir y penetrar su sentido en la historia, de manera que en la Iglesia continúa la manifestación del misterio. Ello implica un crecimiento y un desarrollo. El depósito revelado está en íntima relación con la comunión de los santos que se han ido sucediendo en la historia y con la totalidad de lo que se ha manifestado de Cristo en el curso de los siglos. Lo cual no supone identificar la revelación con la historia. Dios sigue actuando en la historia, pero no para revelar o fundar de nuevo, sino sólo para hacer vivir y comprender.

3. El Espíritu Santo, el magisterio y el pueblo fiel

La Iglesia, esposa y madre, está verdaderamente habitada, animada y asistida por el Espíritu de Cristo. Es el Espíritu Santo el principio interno que unifica la multitud de sujetos humanos de la tradición. Es ésta una concepción de la Iglesia mistérica o sacramental, que se refleja ya en el modo de expresarse de los Padres más antiguos. De hecho, en el testimonio que la Iglesia da del Evangelio en el curso de su historia, se aprecia la conciencia de una actualidad de la visita de Dios y del acontecimiento del Espíritu Santo. Por ello, el nervio de lo expuesto está en la identidad del principio que actúa en la duración histórica de la Iglesia y del principio que se hallaba en acción en el origen, en el momento constitutivo de la revelación. Después, en el momento de transmi-sión y recepción, el Espíritu tiene la función de actualizar y de interiorizar lo que fue dicho y hecho por Cristo. Como Espíritu, actúa en la intimidad de la conciencia personal; pero como Espíritu de Cristo, no realiza una obra autónoma, sino una actualización permanente, de transmisión histórica. Evidentemente, esto no quiere decir que todo lo que pasa en la vida histórica de la Iglesia esté garantizado por el Espíritu Santo: la historia ofrece múltiples expresiones o procesos discutibles. Por ello, la asistencia del Espíritu, lejos de librar de la obligación de un trabajo humano, viene sobre ese trabajo y lo reclama.
En este marco, el magisterio pastoral jerárquico tiene un papel decisivo en virtud del mandato recibido y de los carismas inherentes a su cargo pastoral. El magisterio es un verdadero órgano de comunicación de la regla de la fe, que es preciso profesar para recibir el Bautismo. El magisterio presenta el objeto de fe. No es un juez que se interponga entre la Palabra de Dios y nosotros, sino el que decide quién entiende las Escrituras mejor o peor. En virtud de la misión divina y de la asistencia del Espíritu Santo, los pastores tienen respecto a la Iglesia la carga y el privilegio de determinar autoritativamente el contenido y el sentido del objeto del depósito. El magisterio interpreta el depósito y juzga las interpretaciones propuestas en la Iglesia. Lo cual no es cosa de poca monta si se considera el valor de la unidad en la Iglesia, para poder vivir en la unanimidad, con un mismo espíritu y un mismo sentir. Pero, al mismo tiempo, no se excluye que el magisterio deba dar una primacía efectiva al aspecto de testimonio fiel por encima del aspecto de definición y de ejercicio de su autoridad.
Por otra parte, el papel del laicado con respecto al magisterio no es meramente pasivo. La fe de los fieles es recibida, determinada objetivamente por la predicación de la jerarquía; pero, por otra parte, el sensus fidelium no se reduce al acto del magisterio, sino que le añade su valor propio de testimonio y —en ocasiones— de desarrollo. De este modo se opera una verdadera conspiratio de los fieles y de los pastores. Los fieles conservan la tradición en la fidelidad. No sólo en el pensamiento, sino también en la acción cristiana. Y transmiten esta misma tradición, por la enseñanza y la educación —tanto científica como de catequesis— y por el testimonio de la fe —professio o confessio fidei—. En este sentido, también ellos ejercen la maternidad espiritual de la Iglesia. Se revela así la riqueza de la Iglesia como realidad orgánica, en la que cada uno está animado en orden a la función que ha de cumplir, y en la que todos los miembros del Cuerpo de Cristo están obligados a la comunión, al testimonio y al servicio: koinonía, martiría y diakonía. Es la Iglesia entera la que conserva y actúa la memoria viviente del depósito que ha recibido, sin que las expresiones de este depósito, históricamente condicionadas, agoten nunca su contenido.

B. Los Padres de la Iglesia: modelo de evangelización de las culturas2

La tarea de la nueva evangelización, proclamada incansablemente por el Santo Padre, insiste en la urgencia de utilizar nuevos métodos, nuevo ardor y nuevas expresiones. Esto significa acoger como un principio fundamental de acción pastoral la evangelización de las culturas y la inculturación de la fe. Para tal labor, la Iglesia de nuestro tiempo no puede olvidar la monumental obra realizada en el pasado en esta dimensión. Contem-plar la «evangelización inculturada» realizada por los Padres, significa aceptar que la «Tradición no es sólo memoria, sino al mismo tiempo, camino y progreso, continuidad y no inmovilismo»3. Los Padres desarrollaron las raíces de una cultura cristiana, una cultura marcada por hombres de fe que lograron forjar una conciencia profundamente arraigada en los valores del Evangelio. Recurrir a la lección de los Padres para dialogar con las cul-turas no es arqueologismo ni apasionamiento. No se trata de copiar, sino de buscar cami-nos para una nueva inspiración. Significa, por tanto, ser fieles a nuestra generación, proporcionando respuestas desde el Evangelio a los problemas y angustias del hombre contemporáneo4.

1. El Evangelio y las culturas

El Evangelio nació en una cultura determinada. Sin embargo, por deseo expreso de Jesucristo, está destinado a todas las naciones y por ende a todas las culturas (ver Mt 28,19). Tanto en el ambiente judío como pagano en los cuales el cristianismo dio sus primeros pasos, la universalidad del mensaje era una novedad. Pedro debe hacer una explicación convincente ante su comunidad concluyendo: Dios no hace acepción de personas, sino que, «en cualquier nación, el que le teme y practica la justicia le es grato» (Hch 10,35). La cultura es evangelizada y la fe se hace cultura, transformando en profundidad la “manera de ser” de los pueblos. Las culturas que han entrado en contacto profundo con el Evangelio han sido transformadas, así lo testimonia la historia. El Papa Juan Pablo II lo ha sintetizado de esta manera dirigiéndose a los intelectuales europeos: «La Iglesia, desde sus inicios, afrontó de manera directa el problema entre la fe y la cultura, desde el mismo momento en el que comenzó a proclamar la propia fe en Jesús Mesías, Señor, Hijo de Dios y Redentor del hombre y del mundo, sea en medio del ambiente judío, que esperaba grandes prodigios y signos realizados por Dios en favor del pueblo elegido, sea en el mundo helénico, que desde hacía mucho tiempo estaba acostumbrado a las sutilezas de la lógica y de la “filosofía”; y después poco a poco, a través de los siglos, en los distintos ambientes culturales diversos y lejanos en el espacio. Desde el comienzo de la Patrística ya se plantea dramáticamente la cuestión de la compatibilidad de un tipo de cultura con el cristianismo y, en consecuencia, la pregunta sobre cuál sería el elemento determinante de la nueva síntesis que se formaría con tal encuentro»5.
El proceso de la evangelización de las culturas y de la inculturación de la fe ha tenido en la historia de la Iglesia momentos destacados de acuerdo a las circunstancias, las cuales en muchas ocasiones reclamaban acciones profundas que permitieran llegar a la intimidad de las culturas. El anuncio de la Palabra de Dios viene acogido por los hombres y mujeres que, perteneciendo a una cultura, ya han asumido unas característi-cas propias que los hacen diferentes de los demás. La Palabra siempre será la misma, el Evangelio no cambiará, la manera de expresarlo puede ser nueva mientras no transforme lo esencial y llegue con claridad a los interlocutores. El desarrollo de toda la reflexión teológica tiene como base la fidelidad al núcleo central de la fe, cuyo fundamento es la predicación de los Apóstoles. Esta reflexión viene explícita en la historia a través de los Concilios y del magisterio ordinario de la Iglesia. En el desarrollo de la doctrina ha jugado un papel inigualable la enseñanza de los Padres, que se ha convertido en fuente de la más sana tradición y en paradigma de desarrollos posteriores.

2. La universalidad del cristianismo

En la Iglesia del primer siglo de la era cristiana, los convertidos al cristianismo procedentes del judaísmo mantenían la tendencia heredada del judaísmo y fundada en la Escritura de ser el pueblo elegido de Dios, que lo colocaba en una posición de “privilegio” frente a los otros pueblos. En la Didajé, en el Pseudo-Clemente, y en el Pastor de Hermas, encontramos huellas judaizantes notables. A los ojos de la administración romana del siglo I, la comunidad cristiana era una secta judía. Los confundían hasta tal punto que les concedían los mismos privilegios. La dispensa del culto al emperador se suplía con una oración por él, a lo cual los cristianos permanecieron fieles.
El Imperio romano, a comienzos del siglo II, reconoce la originalidad del cristianismo y lo distingue nítidamente del judaísmo. Las cartas de Plinio son el testimonio de esta diferenciación: los cristianos no tienen que ver con los judíos. Cuando el “problema judío” y la consiguiente persecución, a partir del año 135, los cristianos no son molestados por la administración imperial. Esto significa que en un primer momento los cristianos son asimilados por Roma de forma pacífica. Ellos mismos quieren ser parte del mundo romano, no quieren hacer una civilización radicalmente distinta, sino insertarse en la cultura, pues aman los valores de la cultura romana.
La conciencia progresiva de la universalidad del cristianismo por parte de la Iglesia primitiva exigió, ya desde finales del siglo I, cierta independencia respecto al judaísmo, una apertura a los gentiles y un rechazo de las pautas culturales paganas que estaban en abierta oposición a la fe. El primer hecho importante que merece ser resaltado en relación con la inculturación fue el uso de la lengua griega en continuidad con los escritos del Nuevo Testamento. Es un paso trascendente en el proceso gradual de inculturación, ya que la afinidad lingüística, sobre la base del griego, y posteriormente del griego y del latín, facilitó la comunión y el entendimiento entre los hombres. El clima espiritual, dominado por la crisis del paganismo ancestral, y un anhelo extendido de una religiosidad genuina entre la gente espiritualmente selecta, fue un elemento favorable para la recepción del Evangelio. La unidad del mundo grecolatino conseguida por Roma había creado un amplísimo espacio geográfico, dominado por una misma autoridad suprema, donde reinaba la paz y el orden, facilitando la inculturación de la fe.

3. Los primeros ejemplos de inculturación

La Iglesia desde sus orígenes, cuando ha querido contrastar su fe con la cultura, no ha buscado el choque, pero tampoco el aislamiento. Los cristianos vivieron una relación particular con la cultura, pero en ningún momento con una actitud de hostilidad o segregación. La Iglesia de Corinto nos sirve de ejemplo: «No constituyen “ghetto”, se les ve participar de la vida común de la ciudad, en el ágora y en el mercado; no rompen con el mundo, pero, por su calidad moral, resultan diferentes»6. Los miembros de las comunidades cristianas se comunican normalmente con la sociedad. La intimidad de las Iglesias locales no era un refugio para gente apocada y rechazada. La actividad de los cristianos, incluso los tipos de movilidad social y física, implican cierta osadía, cierta confianza en sí mismos, cierta intención de romper estructuras sociales establecidas, excluyendo el aislamiento.
En el siglo II, encontramos en las comunidades cristianas un ejemplo de incultura-ción que se contrapone a cualquier tipo de aislamiento o choque frontal. Cuando el emperador Adriano estuvo en Atenas, en el invierno de los años 125-126, los enemigos de los cristianos aprovecharon la ocasión para desacreditar ante él la nueva fe. Algunos cristianos reaccionaron valientemente y presentaron apologías al emperador. El Discurso a Diogneto aclara que los cristianos no son gente extraña, ni enquistada, ni mucho menos perjudicial al Imperio. Son como los demás, sólo se distinguen por un ethos peculiar, «un tenor de peculiar conducta», que resulta beneficioso para el Imperio. Los Padres de la Iglesia, ante al politeísmo imperante, proclamaron al único Dios como el principio fontal y creador, que en su deseo de regenerar al hombre, se abaja en el Misterio de la Encarnación, y promete la presencia del Espíritu «hasta el fin del mundo» (ver Mt 28,20). El único Misterio Pascual fue asumido por cada uno de los Padres de la Iglesia desde su propia situación. Los Padres lograron, en la diversidad de ambientes y personas, que el mensaje de Jesús penetrara en el corazón de las culturas y repercutiera en la forma de vida de los miembros de la Iglesia.

4. La filosofía y el cristianismo

Examinar el pensamiento teológico de muchos Padres permite descubrir cómo éste se encuentra configurado por el trabajo de penetrar en el significado de la Palabra de Dios recurriendo a los conceptos y a los términos de la filosofía. No se trata de fenómenos esporádicos, sino de una constante que caracteriza gran parte del pensamiento patrístico. No todos los Padres estuvieron de acuerdo en una relación cercana entre la filosofía y el cristianismo, pero como es tan difícil sustraerse al influjo cultural de cada época, por lo general los mismos autores que critican esta relación, en sus reflexiones y obras manifies-tan una gran dependencia en la manera de plantear los elementos asimilados en una cultura marcadamente helénica. Es por ejemplo el caso de Taciano, Hermias, Tertuliano y Arnobio. Otros reconocen la bondad de la filosofía en cuanto en ella se encuentra la acción misteriosa de Dios, a través de la cual se ha ido preparando el camino para el anuncio del Evangelio. Justino es uno de estos representantes. Hablando de las semina Verbi, presenta los valores existentes en las culturas como una siembra hecha por la Palabra--Logos. Orígenes, por su parte, hacía estudiar las obras de los filósofos, excluyendo los ateos, como un elemento fundamental que ayuda a la reflexión teológica.
Los Padres son actores privilegiados y testigos ejemplares de la inculturación milenaria del Evangelio. Ellos han fecundado y purificado las culturas, sembrando la Buena Noticia. Iluminados y guiados por el Espíritu, han asimilado profundamente el mensaje de Cristo en su originalidad y han adquirido una convicción firme de que este mensaje, con su núcleo esencial de verdad revelada, constituye la norma, juez de la sabiduría humana que permite distinguir la verdad del error. Este criterio les permitió discernir en qué medida la filosofía y la sabiduría de los pueblos pueden estar de acuerdo con la inteligencia de la fe.

5. Los retos culturales

Con la conciencia aguda de ser los depositarios y los administradores de un mensaje revelado por Dios, verdad absoluta, los Padres afrontaron los primeros retos culturales de la historia de la Iglesia, suscitados por la novedad de la fe. Teniendo en cuenta la fe, ayudaron a comprender y hacer creíble el único mensaje de salvación en la pluralidad de las culturas: Jerusalén y Antioquía, Alejandría y Atenas, Bizancio y Roma, desde Europa occidental hasta el sur de la India, pasando por África del Norte. La Iglesia en su primer florecimiento supo afrontar los retos de la antigüedad tardía. Estos retos se asemejan e incluso se pueden confundir, aun teniendo en cuenta la diversidad de las épocas y de las culturas, con los desafíos que la Iglesia está llamada a afrontar en esta vigilia del tercer milenio. En la riqueza que encierra el contenido de la reflexión patrística podemos descubrir un patrimonio filosófico y teológico, una cultura cristiana que ha atravesado los siglos y se presenta para nosotros hoy con toda su frescura.
En la lógica de la Encarnación, los Padres de la Iglesia emprendieron la obra de expresar en los diversos lenguajes la universalidad del mensaje de Cristo. El anuncio y la defensa de la fe, la voluntad de llegar hasta el corazón de las culturas paganas, contestando sus errores, fueron los puntos de apoyo de una manera singular de anunciar el Evangelio.
La forma del anuncio de los Padres trasciende el tiempo y el espacio y se convierte en modelo para las generaciones futuras. La obra de los Padres es doble: queriendo expresar la Palabra de Dios en las lenguas de los hombres, evangelizaron, pero al mismo tiempo fueron creadores de cultura. La época patrística fue el teatro de una intensa actividad intelectual y espiritual, donde el raciocinio y la contemplación se complementaron para hacer que el hombre pudiera llegar a la comunión con Dios.
Los Padres pudieron discernir los valores culturales antiguos y fecundarlos con el Evangelio de salvación, convirtiéndose en auténticos Padres de la Iglesia y de las culturas. Fueron capaces de reprobar a los griegos y a los bárbaros su ignorancia sobre Dios y a los judíos su endurecimiento. Al mismo tiempo que condenaron los errores filosóficos y morales, supieron apreciar algunas de las ideas familiares de los estoicos y platónicos y en muchos de los casos sacaron provecho de las riquezas lingüísticas y estilísticas que ofrecía la escuela tradicional. Los Padres son fundadores del patrimonio cultural cristiano, que puede ser sintetizado así: cultura antigua, mensaje nuevo. Es decir, un encuentro entre la fe y la cultura, imagen de lo que debe ser la inculturación del Evangelio.
Con los Padres la perspectiva cambia radicalmente: la Verdad, en la dimensión bíblica se convierte en Gracia y Revelación que viene de Dios como don gratuito para ser acogido en la fe y en la pureza de corazón. La Verdad ya no es una conquista reservada a algunos, monopolio de los intelectuales, ella se da a todos los que piden que para ellos se abran las puertas de la luz. Porque la Verdad es Cristo, Palabra de Dios, Camino, Verdad y Vida.
Inculturar el Evangelio no es contemporizar: implica discernir con claridad y progresivamente, descartando los elementos lejanos al Evangelio que no pueden ser asimilados como valores cristianos. También en esto los Padres nos dan una lección: al confrontar el aristotelismo, el platonismo y el estoicismo con la enseñanza de los Padres, percibimos el conocimiento profundo que tuvieron de las corrientes de pensamiento existentes y la actitud analítica frente a las enseñanzas paganas para juzgar las diversas filosofías a la luz del Evangelio. Jamás quisieron juzgar el Evangelio a la luz de los diversos pensamientos. Tomaron lo que encontraron bueno y dejaron de lado lo que era imposible conciliar con el anuncio de Jesús, Dios y hombre. Inculturar no es asimilar, sino analizar para asumir o rechazar, de tal modo que sólo permanezca lo bueno: «Examinadlo todo, pero quedaos con lo bueno» (1Tes 5,21).

6. Las primeras comunidades cristianas

La forma de vida de los cristianos en el tiempo de los Padres fue elemento decisivo en la evangelización de la cultura. La manera de vivir de las comunidades cristianas era un espectáculo a los ojos de los paganos, suscitando una gran impresión. Muchos de los escritores del siglo II se convirtieron, porque además del encuentro con la Palabra de Dios, admiraron las actitudes de los cristianos. Su forma de vida era el argumento más convincente que esgrimían en favor de la verdad de su fe. Lo que atraía era la apología de la vida y del testimonio. Las comunidades cristianas tenían un espíritu particular para vivir lo cotidiano y para dar sentido a los momentos trágicos de la vida. Aquí está la novedad, que se convertía en signo de atracción para los que no conocían el anuncio de Jesucristo. Los mismos textos de la patrística nos indican la forma de vida de los primeros cristianos. El Discurso a Diogneto nos dice: «Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su lengua ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan en lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. En verdad, esta doctrina no ha sido por ellos inventada gracias al talento y especulación de hombres curiosos, ni profesan, como otros hacen, una enseñanza humana; sino que, habitando ciudades griegas y bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de conducta peculiar, admirable, y, por confesión de todos sorprendente»7.
También iluminan la misma experiencia las palabras de Tertuliano en su Apologeti-cum, cuando alrededor del año 197 escribía: «Vivimos con vosotros en este mundo, frecuentando vuestro foro, vuestro mercado, vuestros baños, vuestros comercios, vuestras oficinas, vuestras hospederías, vuestras ferias y demás lugares donde se ventilan los negocios. Con vosotros también navegamos y servimos en la milicia, y trabajamos el suelo, y ejercemos el comercio, cambiando, por tanto, con vosotros el producto de nuestra industria y de nuestro trabajo»8.
Ante quienes pretendían presentar a los cristianos como un obstáculo para el bienestar del Estado, San Agustín exclama: «Tratad vosotros mismos de encontrar mejores ciudadanos que aquellos formados por la doctrina de Cristo: mejores soldados, maridos, esposas, hijos, hijas, patrones, servidores, reyes, magistrados, contribuyentes, agentes fiscales, todos ornados de la calidad que requiere la doctrina cristiana, y veremos si aún tienen el coraje de decir que la Iglesia es un obstáculo para el bienestar del Estado»9.

7. Líneas generales de una evangelización inculturada

Para un proceso de evangelización inculturada son varias las líneas generales que emergen de una lectura atenta de los escritos de los Padres de la Iglesia. Una primera aproximación al tema de la evangelización de la cultura y la inculturación del Evangelio permite reconocer un gran trabajo al respecto. La Iglesia en la época antigua no hizo de la cultura de origen un absoluto, lo que permitió que el Evangelio se extendiese en todo el mundo. Las opciones culturales hechas por el cristianismo en categorías helénicas dieron como resultado expresiones literarias, filosóficas, sociales, pero más que todo, teológicas. Los Padres se preocuparon por introducir el cristianismo en continuidad con la cultura de los destinatarios.
En el proceso de la inculturación se necesita una apropiación crítica y selectiva de los elementos culturales y expresivos, para lograr un marco común de diálogo, mantenien-do la propia identidad específica, que en algunos casos puede entrar en conflicto con una determinada cultura. Todo no puede ser asimilado. Los Padres en esto nos han dado ejemplo: el politeísmo, la idolatría, la corrupción de las costumbres paganas, el culto al emperador, jamás fueron acogidos, por el contrario, siempre fueron rechazados y combatidos. Supieron combatir con valor, no contra los hombres sino contra toda adultera-ción de la Palabra de Dios, contra toda falsificación de la verdad, contra toda omisión del depósito de la fe transmitido por los Apóstoles. Con firmeza y exponiéndose a peligros muy graves, vigilaron y combatieron por la libertad de la Iglesia; se opusieron a quienes gobernaban para defender el derecho del Pueblo de Dios a profesar la verdad y obedecer al Evangelio. Fueron severos contra las herejías, los equívocos y los abusos internos en la Iglesia, particularmente rechazaron la mundanización y el apego a los bienes materia-les10.
En toda cultura, desde la perspectiva de la revelación, se encontrarán elementos de gracia y de pecado. Los primeros son asumidos, los segundos plantean una ruptura. La Iglesia en este proceso trabaja incansablemente por una nueva primavera en los albores del siglo XXI, con dos criterios: la continuidad y la ruptura, elementos necesarios en el diálogo entre la fe y la cultura.
La Escritura fue el universo mental en torno al cual giró el pensamiento de los Padres, toda su reflexión estaba fundamentada en el texto revelado. A la luz de las Escrituras examinaron todas las corrientes de pensamiento, no simplemente para asumirlas, sino para criticarlas y reprocharlas cuando era necesario. Del estudio de los Padres hemos de sacar algunas claves de identidad cristiana y eclesial que ayuden a la nueva evangeliza-ción. Lo primero es tener el Evangelio como núcleo central de conversión y la incorpora-ción a Cristo como eje vital; ejercitar la voluntad de participar como miembros vivos de su cuerpo eclesial y practicar el amor solidario como la mejor expresión del Espíritu que anima a través de los signos sacramentales del Bautismo y de la Eucaristía, en una eclesiología profunda de comunión.
Valor fundamental, según la experiencia de los Padres, es la vida de los cristianos. El testimonio demuestra la verdad del Evangelio. Los Padres evangelizaron las culturas no con principios abstractos. Ante todo fueron pastores que animaron desde la propia vida la experiencia diaria, incluso con el testimonio del martirio.
La inculturación es compleja, difícil y tiene riesgos. Los Padres enseñan a la Iglesia de nuestros días la valentía y creatividad, pero al mismo tiempo el vigilante discernimiento, siguiendo el criterio fundamental de la fidelidad a la Palabra de Dios y a las culturas del hombre. La verdadera inculturación exige una gran libertad frente a las diversas culturas, aún cuando se corra el riesgo de la persecución y de la falta de respeto. Una auténtica inculturación no es ecléctica. El cristiano no va a la caza de la Verdad, queriendo integrar en su fe todas las posiciones que le convengan o le sean atractivas. Quien ha conocido a Jesucristo es consciente de estar en la única Verdad revelada. Buscar los elementos positivos de las culturas, las semina Verbi, sin que se cambien un ápice los contenidos de la fe, es la manera de llegar con el Evangelio al hombre de hoy.
Los Padres de la Iglesia no envejecen, porque se han situado en la lógica de la Encarnación, y por lo tanto su vitalidad y su fecundidad son como las de Cristo. Acogiendo los valores de la cultura clásica, los han mirado desde la perspectiva de la fe y les han dado su justo lugar. Ellos continúan siendo un faro que desde la creatividad que los caracterizó invitan con su ejemplo a toda la Iglesia a trabajar denodadamente por descubrir la presencia de Dios en los valores culturales consonantes con el Evangelio, y para actualizar en las culturas contemporáneas el Misterio Pascual: Encarnación, Muerte y Resurrección, Pentecostés y Parusía. Las culturas necesitan ser redimidas, como camino indispensable de plena realización.
Una experiencia auténtica de vida cristiana y una proclamación consciente del Evangelio siempre serán antiguas en su contenido fundamental y nuevas en su forma de expresión. Inculturar la fe requiere un esfuerzo continuo y constante que jamás concluirá, porque mientras más se camina, aparecen nuevas realidades que necesitan experimentar el acontecimiento de la Encarnación.
Sólo cuando Dios sea todo en todos y la humanidad llegue a su realización total se habrá concluido el proceso que la Iglesia ha realizado, realiza y realizará en todas las épocas, buscando ser fiel a la misión recibida. En otras palabras, el objetivo de la inculturación, para presentarlo en términos de San Pablo y de San Ireneo de Lyón, es «recapitular todas las cosas en Cristo».
Desde la perspectiva de los Padres de la Iglesia podemos afirmar que la incultura-ción es una necesidad vital e inaplazable. La Buena Noticia traída por Jesucristo no se puede reducir a una sola cultura, y por tanto debe ser inculturada en los diversos ambientes. La inculturación no es la identificación absoluta del cristianismo con una cultura dada, sino sólo una propedéutica para la penetración más profunda del Evangelio en una determinada cultura. La obra de la inculturación exige personas preparadas, mediadores entre la fe y la cultura. Estos mediadores culturales deben tener una conciencia profunda e íntegra del mensaje evangélico y de la cultura en la cual el Evangelio viene inculturado.

II. La universidad católica, fuente privilegiada de una nueva cultura de la verdad y del amor

1. Suscitar una nueva cultura del amor

En la primera parte hemos considerado la corriente viva de la tradición de la Iglesia, y cómo esta corriente logró impregnar la cultura del Imperio romano en tiempos de los Padres. Llegados a este punto, la pregunta que nos hacemos es: ¿cómo puede hoy la fe llegar a ser de nuevo creadora de cultura? Hoy que se expande por doquier una cultura global, una cultura adveniente, ¿de qué modo podemos hacerla entrar en el gran río salvífico de la redención de Cristo? ¿Qué pautas, qué líneas de acción hemos de seguir con este fin desde el contexto universitario católico?
De hecho, mi intervención como Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura tiene precisamente este objetivo: arrojar un poco de luz sobre la orientación que conviene dar a este desafío, según las indicaciones del Papa Juan Pablo II. No vengo a dar recetas, ni a solucionar los problemas prácticos con que se enfrentan en las universidades. Vengo en cambio a dar una orientación de largo alcance. Vengo a precisar un objetivo. El objetivo de la nueva evangelización a la que nos ha convocado el Papa.
El 10 de enero de 1992, el Santo Padre recibió en audiencia a los miembros de nuestro Consejo que se hallaban en Roma con motivo de la Asamblea plenaria anual. En aquella ocasión, el Santo Padre nos dirigió estas palabras: «La cultura es del hombre, para el hombre y por el hombre. La vocación del Pontificio Consejo para la Cultura, vuestra vocación, en este fin de siglo y de milenio, consiste en suscitar una nueva cultura del amor y de la esperanza inspirada en la verdad que nos hace libres en Jesucristo. Éste es el cometido de la inculturación, prioridad para la nueva evangeli-zación»11.
«Suscitar una nueva cultura del amor y de la esperanza inspirada en la verdad»: he aquí el objetivo que el Santo Padre nos marca y que inspirará el resto de mis reflexiones.

2. La evangelización del deseo

«Dios no es el rival del hombre, sino el garante de su libertad y la fuente de su felicidad. Dios hace crecer al hombre, dándole la alegría de la fe, la fuerza de la esperanza y el fervor del amor»12. Son palabras del Papa Juan Pablo II en su discurso a los participantes en un congreso promovido por el Pontificio Consejo para la Cultura sobre «El desafío del secularismo y el futuro de la fe en el umbral del tercer milenio». Dios es la fuente de la felicidad del hombre; y, precisamente por ello, señalaba el Papa: «El gran desafío que afronta la Iglesia consiste en encontrar puntos de apoyo en esta nueva situación cultural, y en presentar el Evangelio como una buena nueva para las culturas, para el hombre artífice de cultura»13.
El deseo de la felicidad es la más universal de todas las aspiraciones del hombre. «Vivere omnes beate volunt». Así empieza el tratado De vita beata dedicado por Séneca a su hermano Galieno. «“Todos buscan ser felices. No hay excepciones a esta regla. Aunque utilicen medios distintos, todos persiguen el mismo objetivo. Ésta es la fuerza motriz de todas las acciones de todos los individuos, incluso de los que se quitan la vida”, precisa Pascal en uno de sus más célebres Pensamientos»14.
Partiendo de este dato, hace unos años, el entonces Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes promovió un estudio sobre el tema «Felicidad y fe cristiana». Uno de los resultados más significativos fue éste: constatar la urgencia inaplazable de emprender una auténtica evangelización del deseo en la cultura moderna, para aprovechar la aspiración del hombre a la felicidad, como punto de anclaje para la fe. «Este acercamiento antropológico de la fe... constituye una de las claves posibles para responder mejor a las insatisfacciones y angustias, los miedos y las amenazas que se ciernen sobre el futuro del hombre moderno, de las que él trata de liberarse a fin de abrir de par en par la puerta de la felicidad en la luz gozosa de Cristo resucitado, “el que vive, el que tiene las llaves de la muerte y del hades” (ver Ap 1,18), el único que da una respuesta definitiva a la angustia y a la desesperación de los hombres»15.
Ahora bien: la evangelización del deseo se realiza sólo si logramos liberar al hombre de los diversos “lazos” que le impiden discernir la verdadera felicidad de la falsa, sacándolo de la prisión de la superficialidad en que tantas veces lo encierra la cultura banal que se difunde a través de los medios de comunicación. Hoy en día todos vivimos bom-bardeados por imágenes y mensajes de diverso género que nos influyen de maneras que con frecuencia escapan a nuestro control. De este modo, especialmente a nivel de la cultura popular, se promueven toda una serie de imágenes de la felicidad, que no por falsas dejan de ser seductoras o atrayentes. Se crea así un optimismo superficial, que no sólo no ayuda a alcanzar la felicidad verdadera. El hombre se distrae con una multiplicidad de placeres o de intereses frívolos y banales; pierde el rumbo, y no capta la enorme pérdida y carencia personal que supone el desinteresarse de Cristo. En esta perspectiva, el conflicto de imáge-nes de la felicidad es de una importancia vital para la transmisión de la misma fe.
Por tanto, es necesario un auténtico proceso de evangelización que, en primer lugar, prepare el terreno, entrando en contacto con la profundidad del deseo humano de felicidad. El hombre puede llegar a sentir ante la llamada de Jesús un escalofrío del corazón —ese temblor feliz que produce la llamada del amor— como el que sintieron los primeros discípulos de Jesús cuando éste se dio la vuelta y les preguntó: «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38). En segundo lugar, se tratará de llevar al hombre al reconocimiento de lo que la pregunta suscita, es decir, el principal deseo del alma humana. Y en tercer lugar, liberar este deseo de las prisiones reductoras y evangelizarlo, para conducirlo a la plenitud de vida y de amor. Es la aventura espiritual central para toda persona y para toda cultura.
Estos tres estadios —preparación, reconocimiento y evangelización— los vemos claramente en la escena evangélica a la que acabo de aludir: «Juan Bautista preparó a sus discípulos para que se abrieran a esa pregunta de un modo original. La llegada de Jesús invita a los dos discípulos a leer su deseo de felicidad bajo una nueva luz: bajo Su luz. Y cuando ellos “vienen” y “ven” y “están” con él, entran en un nuevo tipo de escuela, donde sus deseos se liberan y se satisfacen por medio de Su felicidad. Las palabras que Jesús pronunciará mucho más tarde, durante la última cena, podrían adaptarse perfectamente a la ocasión: “Os dejo dicho esto para que compartáis mi alegría y así vuestra alegría sea total” (Jn 15,11). Este acto inicial es también el encuentro entre dos alegrías, entre su deseo y Su don, entre sus grandes aspiraciones y la satisfacción ofrecida por la fe en él»16.

3. La universidad, promotora de la cultura del amor

Partiendo de esta situación existencial del hombre de hoy, que reclama con urgencia una nueva “cultura del amor”, nos viene en mente la siguiente pregunta: ¿Qué papel juega, en concreto, la universidad? ¿La cultura del amor, no es un objetivo más pastoral que académico? Pero para dilucidar de qué manera puede la universidad colaborar en la nueva evangelización, lo primero que hay que clarificar es la noción misma de evangelización. De otro modo corremos el riesgo de perdernos por las ramas. Por eso, en esta primera disertación, me ha parecido oportuno centrarme en la que constituye la finalidad misma de la nueva evangelización: la cultura de la verdad y del amor.
Tener claro el fin no es nunca algo ocioso. In omnibus respice finem. El fin es lo último en la ejecución, pero es siempre lo primero en la intención. Al menos en la intención de las personas inteligentes. Y dado que la universidad tiene por finalidad precisamente la de cultivar la inteligencia, es importante que en el contexto universitario católico se tenga claro hacia dónde nos dirigimos. De ahí surgirán después una multitud de iniciativas prácticas. Pero es importante reflexionar antes que nada sobre la orientación de largo alcance que el Papa nos está dando, una orientación que da sentido de hecho a toda la misión actual de la Iglesia en la perspectiva del nuevo milenio17.
Por ello, no podemos olvidar una serie de referencias explícitas del Papa que avalan cuanto he apenas expuesto. Por ejemplo, recibiendo a los obispos de la Conferencia Episcopal de México en visita ad limina, el Papa les dijo: «No pocos de los retos pastorales con que se enfrenta vuestro ministerio episcopal están estrechamente relacionados con la evangelización de la cultura. El ámbito de la cultura es uno de los areópagos modernos, en los que ha de hacerse presente el Evangelio con toda su fuerza. Gracias a la perseverante labor llevada a cabo en las escuelas y en muchos centros de estudios superiores basados en su proyecto cristiano, son relevantes los resultados conseguidos, por lo que se refiere al diálogo entre fe y cultura. Por todo lo cual, es muy importante que dichas instituciones impartan una enseñanza coherente con su identidad católica, pues de ello depende que la cultura de vuestra nación esté profundamente iluminada por la verdad del Evangelio. A este respecto, las universidades católicas, junto con otras instituciones docentes de inspiración cristiana, deben tener entre sus principales objetivos difundir la doctrina social de la Iglesia que, fundada en los principios del Evange-lio, promueve también la nueva civilización del amor. Iluminados y guiados por ella, se tratará de buscar y poner en práctica medios y acciones eficaces para favorecer la reconciliación, la justicia y el conveniente desarrollo, manifestando abiertamente la centralidad del bien, de la verdad y de la belleza»18.
La íntima relación entre la naturaleza misma de la universidad y la promoción de una nueva cultura del amor queda especialmente clara en un discurso del Papa a la Universidad de Lovaina, Bélgica. El Papa —considerando «la cultura en el plano de su dinamismo profundo, de sus preguntas primordiales, de la conciencia que de ella tienen los hombres y de la investigación, gloria del espíritu humano»19— se expresó así ante la comunidad universitaria: «Desarrollando vuestro saber, haciendo crecer vuestra cultura, profundizando vuestra fe, afirmando vuestras convicciones, os preparáis para ser testigos fuertes de la verdad y del amor que interpela a nuestra época, en la que el hombre, que se siente aislado en medio de la multitud solitaria, no sabe ya lo que es vivir, amar, sufrir y morir. ¿Qué es el hombre? Hay que responder a esta cuestión, asumir el desafío del materialismo práctico y de la indiferencia religiosa, del escepticismo corrosivo. Sí. ¿Qué es el hombre siempre en tensión entre la infinitud de sus deseos y la finitud de sus placeres, entre su obstinada búsqueda de la verdad y el saber en migajas que le proponen? Hoy, incluso los que dudan de Dios y llegan a dudar muy pronto del hombre, sienten, de forma más o menos consciente, la necesidad de fundamentar y garantizar el respeto del hombre, el respeto de su vida en todas las etapas de su desarrollo, el respeto de sus relaciones de amor, el respeto de su libertad, de sus convicciones, de su conciencia. ¿No debe la universidad católica contribuir a dar una respuesta a estas cuestiones fundamentales sobre el hombre [y hacerlo] con toda la seriedad que requiere su importancia?»20.
Ésta es la pregunta que se hace el Papa; y éste es el desafío de la universidad católica: promover «un humanismo pleno»21 como vía de acceso a una nueva cultura de la verdad y del amor.

4. La universidad católica, promotora de una nueva cultura de la verdad

Promover «un humanismo pleno» supone promover todo el hombre, todas sus dimensiones. Por ello, la promoción de la nueva cultura del amor está íntimamente imbricada con la promoción de una nueva cultura de la verdad22. Y ello es una misión particular para la universidad católica. Así se expresó el Papa en su mensaje al mundo universitario en la ciudad de Guatemala: «En efecto, la universidad y la Iglesia se consagran, cada una según su manera propia, a la búsqueda de la verdad, al progreso del espíritu, a los valores universales, a la comprensión y al desarrollo integral del hombre, a la exploración de los misterios del universo. En una palabra, la universidad y la Iglesia quieren servir al hombre desinteresadamente, tratando de responder a sus aspiraciones morales e intelectuales más altas. La Iglesia enseña que la persona humana, creada a imagen de Dios, tiene una dignidad única, que es necesario defender contra todas las amenazas que, sobre todo actualmente, acechan con destruir al hombre en su ser físico y moral, individual y colectivo. La Iglesia se dirige muy en particular a los actuales universitarios para decirles: tratemos de defender juntos al hombre en sí mismo, cuya dignidad y honor están seriamente amenazados. La universidad, que por vocación es una institución desinteresada y libre, se presenta como una de las pocas instituciones de la sociedad moderna capaces de defender con la Iglesia al hombre por sí mismo; sin subterfugios, sin otro pretexto y por la sola razón de que el hombre posee una dignidad única y merece ser estimado por sí mismo. Éste es el humanismo superior que enseña la Iglesia. El que os ofrece en vuestra tarea tan noble y urgente, universitarios y educadores. Permitidme por ello que os exhorte a emplear todos los medios legítimos a vuestro alcance: enseñanza, investigación, información, diálogo con el público, para llevar a cabo vuestra misión humanística, convirtiéndoos en artífices de esa civilización del amor, la única capaz de evitar que el hombre sea un enemigo para el hombre»23.
Toda verdadera universidad —y, por tanto, toda verdadera universidad católica—, se asienta sobre dos pilares básicos: la docencia y la investigación. En efecto, tal y como afirma desde su misma introducción la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae —auténtica «magna charta» de las universidades católicas24—, la universidad católica, «nacida del corazón de la Iglesia», «comparte con todas las demás universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de “unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”»25.
Unificar existencialmente dos órdenes de realidades. Ésta es la finalidad peculiar de la investigación y de la docencia en una universidad católica. La frase en la que se afirma la importancia de esta unificación existencial, la había pronunciado el Papa diez años antes, en su primer viaje apostólico a Francia, en el Instituto Católico de París. Como rector del Instituto, yo tuve el gozo de ser testigo de excepción en aquella jornada memorable. En aquella ocasión, el Papa se preguntaba: ¿No es verdad que también el hombre de hoy, como el hombre de todos los tiempos, está en búsqueda permanente de una verdad que sea capaz de unificar su vida y darle un sentido? ¿No es verdad que las ciencias, a pesar de su impresionante desarrollo, aún tienen límites demasiado humanos? ¿Cuáles son las razones profundas que justifican la existencia misma de una universidad?
Como respuesta a estos interrogantes, el Santo Padre hizo la siguiente reflexión, que se nos quedó profundamente grabada a todos los que la escuchamos de sus labios: «No creo, pues, engañarme diciendo que los estudiantes piden al Instituto Católico de París, junto a los diversos conocimientos que aquí se les imparten, y precisamente a través de ellos, el acceso personal a otro orden de verdad, a una verdad total sobre el hombre, inseparable de la verdad sobre Dios tal como Él nos la ha revelado, puesto que esa verdad no puede venir más que del Padre de las luces, del don del Espíritu Santo, del que el Señor nos aseguró que habría de llevarnos a la verdad completa. Por tanto, aunque vuestro Instituto se haya distinguido también dentro del mundo universitario por los trabajos de hombres eminentes en las diversas ramas del saber, no es la ciencia en cuanto tal la que justifica en principio vuestra pertenencia al Instituto Católico, sino la luz que él contribuye a aportar sobre vuestras razones de vivir. En este campo, todo hombre tiene necesidad de certeza. Nosotros los cristianos la encontramos en el misterio de Cristo, que es —según sus propias palabras— nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Él es quien está al inicio de nuestra búsqueda espiritual; él es el espíritu que la anima; él será también su meta. Conocimiento religioso y progreso espiritual van, pues, a la par, y de este caminar interior, propio de quien busca a Dios, San Agustín nos dejó una fórmula insuperable: “Fecisti nos ad Te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te” [“Nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”]»26.
Citando estas palabras de San Agustín, el Papa establece una relación estrecha entre la búsqueda de la verdad que es propia de la investigación científica, y la búsqueda de la Verdad, con mayúscula, que es propia del conocimiento religioso y del progreso espiritual. La búsqueda desinteresada y ardiente de la verdad científica, no es ajena a la peregrina-ción de la fe. El mismo impulso secreto a hacer ciencia, podemos decir que nace de la nostalgia de Dios que late en el corazón humano. El hombre de ciencia quisiera siempre, en el fondo, alcanzar a través de sus variados conocimientos ese orden de verdad que puede dar sentido a su vida; y por ello, en su búsqueda científica, experimenta un alivio singular cuando gracias a la fe —aunque sea a través del velo de la fe— goza del consuelo de Dios, que lo acompaña en su caminar. Es el pensamiento que Fenelón expresaba bellamente cuando escribió27:
«Lisez, mais priez en lisant
Car étudier, c’est chercher seul la vérité
Et prier, c'est chercher avec Dieu».
«Leed, pero rezad mientras leéis;
porque estudiar, es buscar la verdad a solas;
y rezar, es buscarla con Dios».
La universidad católica se autocomprende desde esta perspectiva: la búsqueda de la verdad, con la ayuda —y en la compañía— del Dios Encarnado, Jesucristo28. La inspiración cristiana no supone pérdida alguna de rigor; es más, «le permite incluir en su búsqueda la dimensión moral, espiritual y religiosa, y valorar las conquistas de la ciencia y de la tecnología en la perspectiva total de la persona humana»29. En este sentido, «por su carácter católico, la universidad goza de una mayor capacidad para la búsqueda desinteresada de la verdad; búsqueda, pues, que no está subordinada ni condicionada por intereses particulares de ningún género». Lo cual es de vital importancia en el momento actual: «Nuestra época, en efecto, tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desaparecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre»30. Ésta es la aportación peculiar de la universidad católica, una universidad que «se dedica por entero a la búsqueda de todos los aspectos de la verdad en sus relaciones esenciales con la Verdad suprema, que es Dios». Y de este modo contribuye eficazmente como dadora de sentido a las personas humanas que en ella se educan, y, por medio de ellas, también a la sociedad. Es decir, la universidad católica da una aportación preciosa para que las personas puedan realizarse auténticamente en la vida y responder a su vocación más profunda; porque, como decía Nicolás Berdjaev: «La verdadera finalidad de la vida es el conocimiento existencial, integral de la verdad, la comunión con ella, la vida en ella. La verdad es la iluminación y la transfiguración de la existencia y del universo. El Logos iluminante actúa bajo forma individual también en cada conquista de la verdad, repartida en las verdades parciales del conocimiento científico. ¡La verdad es Dios!»31.

5. El desafío de una universidad más humana y más católica

De manera que la universidad, como «institución orientada por su naturaleza misma hacia la búsqueda de la verdad»32, ha de ser «un centro incomparable de creatividad y de irradiación del saber para el bien de la humanidad»33. Quisiera contribuir con mis palabras a avivar vuestra ilusión, ayudándoos a contemplar la grandeza de vuestra tarea. Es esencial redescubrir la importancia del proyecto educativo universitario. La universidad es como un crisol en el que se fragua la cultura, un hervidero de vida intelectual en el que se establece una íntima interrelación entre los distintos campos del saber, una comunidad viva cuya fecundidad intelectual, cultural y espiritual nace de la participación activa y de la colaboración generosa de todos los que la integran. En este ambiente vivo, la universidad forma personas, personas maduras, personas que han de llegar a una cierta plenitud en el desarrollo de sus facultades.
Ahora bien: una formación de este género es delicada, y no se improvisa; requiere, en primer lugar, un entorno profundamente humano; requiere que el mismo enfoque de las disciplinas del saber refleje los rasgos de un sano humanismo; y requiere que se eviten con decisión ciertos peligros como la despersonalización, el aislamiento de las distintas ramas del saber en compartimentos estancos, o una frialdad poco humana en la relación entre profesor y alumno. La universidad tiene que ser, si queréis, como un verdadero ecosistema: con su equilibrio, con su delicada interrelación entre cada una de las especies que lo integran, con toda su afinada complejidad, que no es la de un ingenio mecánico, sino la de un conjunto de vidas que se integran en una armonía superior. Y aún hay que decir que esta imagen, siendo instructiva, se queda corta, porque la vida que late en la universidad es la vida de seres humanos, los cuales no constituyen el eslabón más perfecto de la cadena evolutiva, sino que se abren a la vida del espíritu. Precisamente, la vida que late en la universidad es la vida del espíritu. En la universidad se cultiva el espíritu de personas humanas, y ello es infinitamente más delicado que el más sublime de los ecosistemas. De ahí esa humanidad tan grande que tiene que empapar todo el ambiente universitario34.
«En otras palabras: no se puede disociar la instrucción académica de la dimensión educativa global de la persona. “Esto supone —afirma Juan Pablo II— que los educadores sepan transmitir a los estudiantes, además de la ciencia, el conocimiento del hombre mismo; es decir, de su propia dignidad, de su historia, de sus responsabilidades morales y civiles, de su destino espiritual, de sus lazos con toda la humanidad”35. En efecto, el hombre no es un ordenador que sirve sólo para almacenar datos y para acumular informaciones, sino un ser capaz de elegir, de dialogar y de amar. El alumno necesita no sólo erudición, sino también educación; no sólo aprender, sino también comprender; no sólo nociones intelectuales, sino también valores morales; no sólo ciencia, sino también sabiduría»36.
Desde esta perspectiva, se comprende la profunda importancia que reviste la identi-dad católica de una universidad. Si la vida del espíritu late en la universidad, ahora damos un paso más, y concluimos que la religión, y en concreto, la religión católica, no debe en modo alguno ser ajena a la vida de la universidad.
La religión es el centro y corazón de la cultura, su elemento más significativo y valioso. La cultura es todo aquello que configura la vida del hombre37; por ello su nú-cleo esencial lo constituye todo aquello que hace referencia a la relación del mismo hom-bre con Dios. Ello explica que toda cultura esté intrínsecamente abierta a la semilla evangélica38. El Evangelio penetra profundamente en el humus cultural hasta llegar al estrato más rico, a la tierra mejor, al núcleo de convicciones y valores religiosos y morales que constituyen lo más excelso de la cultura, y es ahí donde se asienta, donde echa raíces, donde crece; y al crecer, va enriqueciendo, purificando y transformando la tierra cultural que la ha acogido39.
Ahora bien: si el Evangelio lleva a su máximo y más armonioso desarrollo todas las facultades humanas, todo aquello que constituye el ser del hombre, se comprende que no puede ser algo ajeno a la universidad. Igual que el Evangelio transforma las culturas con dulzura sobrenatural, también la universidad, creadora y maestra de cultura, debe aco-ger esta riqueza. Sólo el Espíritu de Cristo tiene en sí la virtualidad de envolver a la universidad en la crisálida que la hará más humana, más espiritual, más universitaria. La genuina identidad católica abre el camino a una creatividad cultural insospechada, a una creatividad constructiva, capaz de ofrecer soluciones de futuro a nuestra sociedad. La clave de la fecundidad está en Jesucristo, en que su espíritu impregne, cale y empape las estructuras y el espíritu de la universidad40.

Conclusión
Inculturar el Evangelio a la luz de los grandes misterios de la salvación: Navidad, Pascua y Pentecostés

Quisiera concluir mi intervención con unas palabras de la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II: «Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar»41. En efecto, si nos hemos reunido aquí es porque tenemos esperanza en el futuro, y porque queremos transmitir nuestra ilusión y nuestra confianza a todo el mundo universitario en la perspectiva del nuevo milenio.
No se trata de un optimismo ingenuo. Nuestra esperanza no se basa sólo en medios humanos, sino que cuenta con el poder de Dios. Nos apoyamos en la fuerza de la fe, en la vitalidad del Evangelio, que es capaz de penetrar como un germen de eternidad en el corazón del hombre y de las culturas, transformándolas, para ofrecer al mundo un fermento de novedad, una levadura original, una semilla de progreso que, en medio de las áridas tierras de la historia, da frutos de perenne verdor. A las puertas del tercer milenio, la mirada de la Iglesia no puede menos que confiar en la fecundidad cultural de la fe, como fuerza real que es capaz de elevar y de purificar la cultura y las culturas de nuestro tiempo42.
Somos bien conscientes de que tal renovación exige un gran esfuerzo, y aun una dura lucha en el ámbito espiritual. Cito de nuevo a este respecto la Gaudium et spes: «Toda la historia humana está atravesada por una dura batalla contra las potestades de las tinieblas, que, iniciada en el origen del mundo, se prolongará, como dice el Señor (ver Mt 24,13; 13,24-30 y 36-43), hasta el último día. Inmerso en esta contienda, el hombre ha de combatir continuamente para adherirse al bien, y sólo a costa de grandes trabajos, y con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de alcanzar la unidad en sí mismo. Por lo cual, la Iglesia de Cristo, confiada en el designio del Creador, mientras reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer resonar la voz del Apóstol cuando dice: ¡No viváis conforme a este mundo! (Rom 12,2), es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y del hombre, en instrumento de pecado. Y si alguien se pregunta de qué manera es posible superar esta miseria, la respuesta cristiana es que todas las actividades humanas —que corren diario peligro a causa de la soberbia y del desordenado amor propio— hay que purificarlas y encaminarlas a la perfección por la cruz y la resurrección de Cristo»43.
Desde esta visión de la historia —visión que es a la vez realista y profunda—, el cristiano se sabe portador de un mensaje de salvación a los hombres de toda cultura. La evangelización de las culturas, y la inculturación de la fe, es un auténtico proceso salvífico, por el que la fe se encarna en el modo de vida de cada pueblo, lo purifica, y lo abre a la comunión, en el Espíritu, con todos los hombres. Es éste un concepto que se halla bella-mente expresado en las conclusiones del documento de Santo Domingo, que relaciona el proceso de inculturación con los tres grandes misterios de la salvación: Navidad, Pascua y Pentecostés; o, lo que es lo mismo, Encarnación, Purificación y Comunión: «Es necesario inculturar el Evangelio a la luz de los tres grandes misterios de la salvación: la Navidad, que muestra el camino de la Encarnación y mueve al evangelizador a compartir su vida con el evangelizado; la Pascua, que conduce a través del sufrimiento a la purificación de los pecados, para que sean redimidos; y Pentecostés, que por la fuerza del Espíritu posibilita a todos entender en su propia lengua las maravillas de Dios»44.
El reto de la nueva evangelización con vistas al siglo XXI tiene para nosotros las características de un desafío estimulante. La cultura de hoy se caracteriza ante todo por su superficialidad, una superficialidad en que la vida de los hombres no puede echar raíces profundas; y sin raíces profundas, no pueden tener un firme sostén los procesos de madura-ción humana verdadera. Por ello la superficialidad se puede traducir en procesos de disgregación, de fragmentación y de violencia. Las comunidades humanas pierden consistencia, y las personas, en un desamparo cada vez mayor, se dejan caer por la ambigua pendiente de hedonismo y de una libertad desenfrenada que querría olvidar la verdad misma de las cosas. Se constata un resurgir de la religiosidad, pero suele ser una religiosidad “ligera”; se querría que la Iglesia hablara de Dios sin poner énfasis en las normas morales; parece incluso que casi bastaría con que se fomentase una especie de armonía personal de cada uno consigo mismo, en vez de insistir tanto en suscitar el encuentro purificador de cada hombre con Cristo.
Ante este panorama cultural, la Iglesia da una respuesta nacida de lo más profundo de sus entrañas amorosas. La Iglesia, sacramento universal de salvación, es tremendamente sensible a cada uno de los latidos del corazón enfermo del hombre de hoy. Partiendo de su rica experiencia bimilenaria, la Iglesia, experta en humanidad, despierta suavemente en el hombre la conciencia de su dimensión moral y de su relación con un destino trascendente. Esforzándose por renovar siempre la santidad de sus miembros, trata de llegar al corazón del hombre, no sólo con palabras, sino con un testimonio de autenticidad que suscite en cada persona, hombre o mujer, la actitud de confianza del que se siente amado a pesar de sus debilidades, del que se siente valorado y apreciado en su misma dignidad de “persona humana”. Ante la desilusión melancólica de la postmodernidad, ante la anticultura de la violencia y de la muerte, la Iglesia se abre al mundo como comunidad amorosa dispuesta a acoger al hombre, aunque para ello tenga que sufrir el martirio. Desde estas actitudes, nacidas de un profundo amor al hombre concreto, la Iglesia presenta, con esperanza, un anuncio inculturado del Dios verdadero. Sabe y experimenta que Cristo está con ella, y que Cristo mismo ofrece al mundo, por medio de ella, el resplandor de la luz nueva que ha de iluminar al mundo en el despuntar del tercer milenio45.

*
Conferencia pronunciada en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, Puebla de los Ángeles, México, el 16 de junio de 1988.
1
Y.M. Congar, La tradition et les traditions, 2 vols., París 1960, 1963.
2
Ver Card. Paul Poupard, Los Padres de la Iglesia: actualidad de una inculturación de la fe, en AA.VV., El diálogo fe-cultura en la antigüedad cristiana, Pamplona 1996, pp. 27-46.
3
J. Loew, Histoire de l’Église par elle-meme, París 1978, p. 7.
4
Ver Card. Paul Poupard, Una conquista y un reto: la nueva libertad religiosa en el Este y el liberalismo del Oeste, en AA.VV., El horizonte de la libertad. En camino hacia la nueva Europa, Madrid 1994, p. 13.
5
Juan Pablo II, Discurso a los intelectuales europeos venidos a Roma con ocasión del Año Santo, 15/12/1982, 2.
6
J.-A. Ubieta, Significación neotestamentaria de la Iglesia de Corinto, en «Revista Catalana de Teología» 14 (1989), p. 336.
7
Discurso a Diogneto, n. 6: CP Serie Graeca, vol. 14, p. 313.
8
Tertuliano, Apologeticum, 42, 2-3: CCL 1, 157.
9
San Agustín, Epist. 138, 15: CP Serie Latina, vol. 9, p. 579.
Ver Juan Pablo II, Carta apostólica Patres ecclesiae, 2: AAS 72 (1980), pp. 10-11.
Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea plenaria del Pontificio Consejo para la Cultura, 10/1/1992, 10. Ver Evangelium vitae, 95-101: «En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la “cultura de la vida” y la “cultura de la muerte”, debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias... Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas... El cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida... Implica también pasar de la indiferencia al interés por el otro y del rechazo a su acogida... El Evangelio de la vida es para la ciudad de los hombres. Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la sociedad mediante la edificación del bien común... El “pueblo de la vida” se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el “pueblo para la vida” y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres».
Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un congreso promovido por el Pontificio Consejo para la Cultura, 2/12/1995, 4.
Lug. cit.
Card. Paul Poupard, Felicidad y fe cristiana. Estudio del Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes, Herder, Barcelona 1992, p. 167.
Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea plenaria del Pontificio Consejo para el Diálogo con los No Creyentes, 16/3/1991, 1.
Card. Paul Poupard, Felicidad y fe cristiana, ob. cit., pp. 106-107.
Sobre la presencia evangelizadora de la Iglesia en el mundo universitario en general, ver el importante documento interdicasterial: Congregación para la Educación Católica - Pontificio Consejo para los Laicos - Pontificio Consejo para la Cultura, Presencia de la Iglesia en la universidad y en la cultura universitaria, 22/5/1994.
Juan Pablo II, Discurso a los prelados de la Conferencia Episcopal de México en visita ad limina, 29/11/1994, 8. Unos meses antes, el 12 de febrero de 1994, el Papa había dicho a los Obispos de la Conferencia Episcopal de Uruguay: «Deseo expresar mi aprecio por la aportación que la universidad católica, junto con otras instituciones, realizan en el mundo de la cultura en el Uruguay y les aliento a ser siempre verdaderos promotores de la civilización del amor» (n. 6).
Juan Pablo II, Discurso a la comunidad universitaria de Lovaina, 20/5/1985, 1.
Allí mismo, 5.
Ver Pablo VI, Populorum progressio, 42.
Ver Card. Paul Poupard, Verità, cultura e Chiesa nel “dire Dio” nella storia, en Paul Poupard (ed.), Condividere la nostra esperienza di Dio, Roma 1998, pp. 5-12.
Juan Pablo II, Mensaje al mundo universitario, Guatemala, 7/3/1983, 6. Ver Juan Pablo II, Discurso a los docentes y estudiantes en el Aula magna de la Universidad de Perugia, 26/10/1986, 5: «Existen hoy, por desgracia, ideologías y comportamientos que han creado o tratan de crear y de imponer una “cultura de la muerte”, una “cultura de la violencia”, una “cultura del odio”. Es necesario contraponer una “cultura de la vida”, una “cultura de la paz”, una “cultura del amor”, entre los pueblos y las naciones».
Ver Juan Pablo II, Constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, 15/8/1990, 8.
Allí mismo, 1.
Juan Pablo II, Discurso en el Instituto Católico de París, 1/6/1980, 3.
Correspondance, carta 964 al Canónigo Robert.
Ver Card. Paul Poupard, Buscar la verdad en la cultura contemporánea, Ciudad Nueva, Buenos Aires 1995.
Juan Pablo II, Constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, 15/8/1990, 7.
Allí mismo, 4.
Nicolás Berdiaev, Vérité et Révélation, Ginebra 1954 [orig. 1947].
Congregación para la Educación Católica - Pontificio Consejo para los Laicos - Pontificio Consejo para la Cultura, Presencia de la Iglesia en la universidad y en la cultura universitaria, 22/5/1994, p. 11.
Juan Pablo II, Constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, 15/8/1990, 1.
Card. Paul Poupard, I docenti e la ricerca in una univeristà cattolica, en Paul Poupard (ed.), Università, cultura, evangelizzazione, Roma 1997, pp. 14-17.
Juan Pablo II, Discurso a los representantes de la Universidad, Reales Academias e investigadores, Madrid, 3/11/1982, 10.
Card. Paul Poupard, Dio e libertà. Una proposta per la cultura moderna, Città Nuova, Roma 1991, pp. 87-88.
Ver Card. Paul Poupard, Iglesia y culturas. Orientación para una pastoral de inteligencia, Edicep - Librería Parroquial de Clavería, Valencia - México, D.F. 1988, cap. 1: «Iglesia y cultura», pp. 15-34.
Ver Juan Pablo II, Alocución a los participantes en la Asamblea plenaria del Pontificio Consejo para la Cultura, 13/1/1986, 1.
Ver Card. Paul Poupard, Un programa para el año 2000: inculturación del Evangelio, evangelización de la cultura, en «Ecclesia» 10 (1995), México, D.F., p. 144.
Ver Card. Paul Poupard, Iglesia y culturas, ob. cit., cap. 3: «Pastoral universitaria y pastoral de la inteligencia», pp. 51-57.
Gaudium et spes, 31.
Ver Pablo VI, Homilía en la clausura de la Puerta Santa, 24-25/12/75: «Frente al afán de las luchas sociales implacables prevalecerá la civilización del amor, y dará al mundo la transfiguración que soñamos de una humanidad finalmente cristiana».
Gaudium et spes, 37.
Santo Domingo, 230.
Ver Card. Paul Poupard, Fede cristiana e cultura, en Paul Poupard (ed.), Creare con fede una nuova cultura, Roma 1996, pp. 5-8.

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